El Botox: de arma biológica a medicamento antidepresivo

La toxina botulínica es la sustancia de origen biológico más peligrosa para los seres humanos. Una cantidad 1.000 veces más pequeña que un grano de sal puede matar a una persona. Eso hizo que sus primeros usos fueran como arma biológica. Pero, en dosis aún más pequeñas se ha demostrado como uno de los mejores aliados del ser humano para mejorar su salud y también en el intento de frenar el envejecimiento. Ahora, investigadores estadounidenses han demostrado que también combate la depresión.
Se conocen siete cepas diferentes de la bacteria Clostridium botulinum, capaces de producir otras tantas variedades de la toxina botulínica. Cuatro de ellas pueden provocar botulismo en los humanos. Esta enfermedad neuroparalítica se manifiesta con el bloqueo de las funciones nerviosas provocando parálisis muscular y respiratoria.
El mecanismo de funcionamiento de la toxina es tan sofisticado que parece más obra de una mente retorcida que de la Naturaleza. Bloquea la liberación de un neurotransmisor, la acetilcolina, encargado de transmitir instrucciones de un nervio a otro. Lo consigue descomponiendo una proteína de las células nerviosas que interviene en la liberación de este neurotransmisor. El resultado es que el músculo se queda sin el estímulo para reaccionar. Y en el organismo humano todo, desde un parpadeo hasta la contracción de la vejiga, necesita de la acción muscular.

No fue hasta finales del siglo XIX cuando se identificó el botulismo y su conexión con la bacteria C. botulinum. Ya en el XX se aisló la toxina. Las fuentes de infección más habituales son la ingesta de alimentos, en su mayoría vegetales mal procesados, y raramente tras una herida. Por fortuna, su incidencia es muy baja. Según la Organización Mundial de la Salud, se dan unos 1.000 casos al año en el mundo.
ENSAYOS DE LOS MILITARES
Como en otras tantas ocasiones, los militares fueron los primeros en fijarse en las posibilidades de algo tan letal. En la II Guerra Mundial, tanto los aliados, británicos y estadounidenses, como los alemanes investigaron con esta nueva y mortífera arma biológica. Los primeros incluso repartieron un millón de dosis de una antitoxina entre los soldados que iban a desembarcar en Normandía por si los nazis la usaban. Pero fueron los japoneses los que únicos que se atrevieron a hacerlo, inoculándosela a prisioneros chinos durante la ocupación de Manchuria.
Aunque la Convención sobre Armas Biológicas de 1972 prohibía el desarrollo, producción y almacenamiento de armas bacteriológicas, algunos países siguieron investigando con la toxina botulínica, en particular la extinta URSS. Según un informe de Estados Unidos, tras la primera Guerra del Golfo, las autoridades iraquíes reconocieron haber almacenado hasta 19.000 litros de la toxina botulínica, cantidad suficiente para matar tres veces a toda la población mundial.
Y sin embargo, en dosis muy pequeñas y administradas localmente, la toxina es una bendición. Su acción sobre los músculos humanos ha inspirado a científicos y médicos que la han y la están probando contra todo tipo de males. El primero de ellos, en los años 70, la ensayó con éxito para corregir el estrabismo.
TOXINA PARA CURAR
Con distintos grados de éxito, la toxina ha demostrado sus posibilidades contra la artritis reumatoide, el asma, la rigidez muscular tras un ictus, los temblores propios de la esclerosis múltiple o la incontinencia urinaria. Hace un par de años, científicos de la Universidad de Granada comprobaron que inyectando en determinados puntos Botox, quizá la formulación médica más conocida de la toxina, muchos pacientes de migraña mejoraban.
Pero es el uso cosmético el que ha dado fama al Botox. Desde que en 1997 se probara como remedio temporal contra las arrugas, esta versión de la toxina botulínica de tipo A se ha convertido en un fabuloso negocio. Los últimos datos de la Sociedad Americana de la Cirugía Plástica muestran que, en 2013 hubo 6,3 millones de intervenciones con Botox o Dysport, otra de sus formulaciones. Desde 2000, su uso en Estados Unidos ha crecido un 703%.
Inyectada en determinados músculos faciales, la toxina provoca una rigidez muscular que estira las arrugas del cuello, el mentón, los ojos... Aunque algunos se pasen estirándose la piel, es por eso tantos famosos lucen tan jóvenes y casi eternamente felices.
TEORÍA DE LAS EMOCIONES DE DARWIN
Por eso y por un sorprendente mecanismo de conecta las expresiones faciales con el estado de ánimo. Fue Charles Darwin -sí, el de la Evolución- y su colega William James los que en el siglo XIX plantearon una particular teoría de las emociones en la que las expresiones faciales podrían retroalimentar al cerebro, disparando estados emocionales. Si sonríes acabas por sentirte bien. Y si frunces el ceño acabas enfadado o triste.
Con ese punto de partida, investigadores estadounidenses quisieron comprobar si el Botox podría combatir la depresión. No, no se trata de inyectarlo en el cerebro, el mecanismo sigue los postulados de la teoría de Darwin: si impides que que el paciente frunza el entrecejo, manifestación típica del desánimo, al final consigues animarle.
Para comprobarlo, reclutaron a 74 sujetos diagnosticados con depresión aguda. Tras establecer su grado de depresión en la escala para medir la gravedad de la depresión denominada MADRS y realizar una serie de ejercicios forzados para que fruncieran el ceño y así elaborar una matriz de fruncimiento, a la mitad de ellos les inyectaron minidosis de Botox en sus músculos corrugado y prócer, situados entre las cejas. Al resto, les dieron una solución salina, aunque éstos creían también que les metían la toxina.
Seis semanas después, como era previsible, los que recibieron Botox vieron reducida se capacidad de fruncimiento de una media de 1,9 en la escala que crearon hasta el 0,43. De forma paralela, comparados con su punto de partida en la escala MADRS, hubo una mejoría de la depresión de un 47% entre los que fueron inyectados con la toxina frente al 20,6% del otro grupo, dato quizá debido al efecto placebo. Lo más interesante es que existía una correlación entre ambos resultados. A menor fruncimiento provocado por el Botox, mayor remisión de la depresión.
Los resultados de este trabajo, publicados en el Journal of Psychiatric Research, confirman empíricamente la base de la Teoría de las emociones de Darwin y James y, lo que es más importante, prometen un nuevo mecanismo para luchar contra la depresión, considerada por algunos como la principal enfermedad de la sociedad moderna.
Este trabajo también muestra hasta donde puede llegar una toxina tan letal y que algunos pensaron en usar como agente de muerte. Lo explica muy bien el doctor Eric Renzi, del Centro Cosmético Chevy Chase y coautor de esta investigación: “Las mejores medicinas son aquellas que son tanto altamente efectivas como específicas en sus efectos a la vez que seguras. Muchos de nuestros mejores fármacos son derivados de las toxinas porque ellas cumplen estos criterios. Los antibióticos, por ejemplo, son toxinas creadas por hongos para matar bacterias. Por eso, tiene todo el sentido que el Botox tenga tantos y tan importantes usos, incluido ayudar contra la depresión”.

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